Mario habló con sorna:
—Ana, ¡qué generosa eres!
Tras decir eso, la echó a un lado y fue a darse él mismo una ducha fría.
Diez minutos más tarde, Mario salió del baño, y vio que Ana extendía una sábana en el sofá: obviamente ella quería pasar la noche en él, lo cual le fastidió.
La ira que acababa de contener volvió a resurgir y, sin pensar más, levantó a Ana y la arrojó hacia la mullida cama grande, con su cuerpo siguiéndola y presionándola. Ana enterró la cara en la almohada.
Mario no quería tocarla porque estaba enfadado. Iba a soltarla cuando el móvil de Ana sonó. Fue un mensaje de WhatsApp.
Mario frunció el ceño:
—Es muy tarde. ¿Quién te ha enviado el mensaje?
Ana sintió dolor porque se sentía muy presionada, y su tono se volvía enfadado:
—¡No te importa!
Mario sonrió fríamente. Apretó con una mano la espalda de Ana, se inclinó y cogió su teléfono móvil de la mesilla, y lo desbloqueó con sus huellas dactilares. Ana se sintió avergonzada.
—Mario, no tienes derecho a hacer esto.