—Continúen con lo suyo —dijo Arnold con el rostro serio. Arem se hallaba más sorprendido que su padre.
Ezra cerró los ojos. El encanto se rompió.
(…)
Al día siguiente, le encargaron llevar unos frascos entre zonas de hierbas medicinales. Caminó con la cabeza gacha, mientras contaba los frascos mentalmente en un intento por mantener su cerebro ocupado. Esa madrugada, cuando llegó medio ebrio, su padre no le dijo nada. Era como si ya se hubiera resignado a su nuevo estilo de vida.
Ezra no sabía si eso era peor que sus reclamos.
Entonces, lo vio.
Cassian. Consejero del Este. Imponente como una maldición encarnada. La vena de su frente, marcada, y su cabello perfectamente acomodado indicaban que no había ido a entrenar todavía.
Ezra lo saludó por inercia.
—Buenos días, señor.
Cassian se detuvo. Lo miró con frialdad absoluta. Luego soltó:
—Vete al carajo.
Ezra frenó en seco.
—¿Perdón?
Cassian avanzó un paso. Estaba cerca. Demasiado.
—Tal vez el alfa tenga el deber de ser imparcial por su c