El ambiente hostil entre la manada y la familia del anciano consejero del Rey era algo que nadie podía negar. Se respiraba en cada interacción. La mayoría de los lobos los evitaban; no se trataba solo de coraje, en el fondo les temían.
Ellos se jactaban de su poder y de su papel importante como enviados del Rey. Los miembros de la manada no querían que su cabeza fuera cortada por órdenes de esos creídos y malcriados. Muchos bajaban la vista al pasar por su lado; otros se apartaban del camino con el rostro tieso.
Con el paso de las semanas, las exigencias del anciano se volvieron insoportables. Cada día magnificaba situaciones absurdas: criticaba si las lobas madres amamantaban en público, preguntaba por qué su consejero —Cassian— no había formado aún una familia. Insinuaba que tal vez el motivo era que era un desvergonzado y mujeriego que no quería tener descendencia ni compañera a su edad. Sus burlas se clavaban como flechas.
Hablar con ellos era una tortura. Noah conocía su límite;