Al amanecer, el ambiente en el castillo era distinto. Había un silencio solemne, como si los muros mismos contuvieran la respiración a la espera de una noticia.
Leah fue llamada por el Rey. El eco de sus pasos resonó en el pasillo de mármol, y al entrar en la sala del trono sintió el peso de aquella mirada dorada que parecía atravesarlo todo.
La pregunta fue directa, sin rodeos ni protocolo:
—¿Está mi Reina Rubí embarazada?
Leah bajó la cabeza con respeto. Cerró los ojos y dejó que su don la guiara. La energía fluyó desde su pecho hasta la punta de sus dedos. Cuando volvió a abrirlos, el azul resplandeciente de sus pupilas reveló la respuesta antes de pronunciar palabra.
La visión apareció con nitidez: la Reina Rubí, de pie junto a una ventana, una mano sobre su vientre ya redondeado, una sonrisa serena que contrastaba con la fragilidad de su alma.
—Sí, su majestad —susurró Leah con una mezcla de asombro y alivio.
Una alegría genuina la recorrió. A fin de cuentas, la Rein