La Reina Rubí se miró al espejo y acomodó el cabello.
La noche cayó con una serenidad extraña sobre los muros del palacio. Todo permanecía en silencio, salvo por el murmullo de las antorchas que crepitaban frente a los ventanales. En la habitación real, la Reina dispuso una cena sencilla, iluminada por una decena de velas altas que proyectaban sombras suaves sobre las paredes doradas.
Ella aguardó a su esposo con una calma aparente. Su vestido, de un tono carmesí profundo, dejaba entrever la silueta perfecta de su cuello y hombros. Cuando el Rey entró, su sola presencia llenó la estancia. Ninguno dijo palabra al principio. Solo se miraron, con esa mezcla de amor y fatiga que solo los años compartidos dejan.
Sus dedos se detuvieron justo sobre el corazón de su compañero, donde el latido retumbaba a través de la tela. Él la observó con ojos dorados, encendidos por su presencia, su cercanía y la expectativa de lo que iba a pasar. La luz de la luna se filtró por las altas ventanas.
—Mi