Los ojos de Leah esquivaron a los de la Reina. Era incapaz de sostenerle la mirada. Pasó la lengua por sus labios resecos.
Rubí logró identificar el miedo en aquella loba. Rememorar momentos trágicos que todavía no sanaban debía resultar difícil.
—Me disculpo si mi pregunta resultó muy invasiva. —La Reina alisó la falda de su vestido con una sonrisa tan amable como triste.
—No, su majestad —se apresuró a decir Leah con desesperación—. No fue mi intención ofenderla. De verdad, discúlpeme.
—Tranquila. —Alzó las palmas en un gesto sereno—. No quiero que pierdas la calma. Me interesa ayudarte. Nada más que eso.
Leah no logró comprender del todo. Escuchó cada palabra de la Reina. Lo que la conflictuaba era el hecho de que le ofreciera su ayuda. ¿Por qué? ¿Para qué?
—M-muchas gracias, su majestad —respondió, sin querer ofenderla ni menospreciar su “ayuda”.
—¿Cómo se llama tu bebé?
Leah acarició su vientre. El rostro de su bebé cruzó su cabeza como un abrazo reconfortante al alma.
—Noahlím —