Los ojos de Noah se llenaron de oscuridad. Un sueño profundo lo inundó. Estuvo días sin probar ni una gota de agua, comía lo mínimo y dormía un par de horas. Su cuerpo no era indestructible.
En medio de la oscuridad, una silueta se materializó. La reconoció. Era un cabello castaño claro, donde su memoria guardaba los destellos del sol de la tarde. Una cintura estrecha, un lugar donde sus manos encontraban reposo. Esa loba era dueña de sus suspiros, su aroma enterrado en lo profundo de su piel.
Era suya, y todo de él le pertenecía a ella. Una oleada de amor puro, feroz, le constriñó la garganta. Pero, bajo ese afecto, más profundo y urgente, ardía una chispa distinta, una lujuria que le aceleró la sangre. El anhelo no era solo por su sonrisa, sino por la curva de sus caderas, el calor de su piel bajo sus palmas, el sonido de su nombre en su oído.
Leah.
Noah la llamó. Un estremecimiento de felicidad recorrió su cuerpo, y entonces corrió hacia ella.
La alcanzó con facilidad.
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