Ella negó con la cabeza.
Recordó a la criatura preciosa y frágil que dormía en su cama. Ese hijo de puta la sometió como una prisionera, la humilló, la golpeó y no iba a dejar que le arrebatara a su cachorra. No mientras ella respirara.
Apretó los puños. Su pecho vibró con una furia guardada tras años y años de maltrato. Una presión invisible tiraba de sus entrañas, como si una bestia dormida despertara bajo su piel. Algo se estiraba en su interior, una línea delgada, tensa, al borde de romperse.
El aire a su alrededor pareció espesarse. Su visión comenzó a nublarse por los bordes. Las formas se deformaban. Los sonidos se alejaban.
Clavó las uñas en sus palmas. Siguió hasta que la piel se rompió. La sangre tibia escurrió entre sus dedos. Un leve zumbido le atravesó los oídos.
Y entonces cayó.
El suelo no ofreció consuelo. Fue un golpe seco, brutal. Su cuerpo convulsionó apenas un segundo, luego quedó inmóvil.
Pasaron unos minutos.
Amira entró en la habitación con un ges