Las pisadas llenas de lodo anunciaron que el alfa había llegado, un día antes de lo previsto.
El sol ni siquiera terminó de salir cuando el rugido de su bestia alertó a sus guerreros.
Cassian, Conder y los demás lobos lo seguían, cubiertos de polvo y barro seco. No traían gloria, ni botín, ni respuestas. Solo una verdad que quemaba en la lengua del alfa: ese supuesto monte de piedras milagrosas no existía. Y la vidente tenía mucho que explicar.
—Tráiganme al oráculo. Ahora. Quiero verla —gruñó apenas cruzó el límite del territorio. Esa loba mentirosa pagaría por su osadía.
—¿La vidente? —El joven soldado palideció.
—¿Dónde está la vidente? —Noah se percató de que algo raro pasaba.
Nadie respondió. Los guerreros se miraron entre sí, nerviosos. Noah dio un paso más. Su sombra oscureció el suelo. Sus ojos brillaban de furia.
—Ella… —se atrevió a decir uno, sin embargo no encontró el coraje para terminar su oración.
Los segundos se volvieron minutos.
—¿Y bien? —La voz del alfa son