En una casa construida con piedra y madera fina, oculta entre las sombras del bosque espeso, Leila se aferraba al brazo de su compañero como si eso bastara para detenerlo.
—¡No! No lo hagas, por favor —suplicaba entre sollozos, sus uñas marcándole la piel—. No la lleves con él. Por favor…
Arnold tragó saliva, los colmillos al descubierto.
Apretaba la mandíbula como si pudiera contener el dolor. Creyó que decirlo en voz alta lo aliviaría, que ponerlo sobre la mesa lo haría más soportable. Pero al ver los ojos rotos de su compañera… entendió el tamaño de su error.
—Leila… no tengo opción —murmuró, la voz deshecha por la culpa.
—¡Esto es una locura! Arnold, si el alfa se entera te va a matar…
—El alfa Conder nos dijo que… —dijo con una dureza que no sentía.
Ella no tardó en quebrarlo con su respuesta.
—Ese viejo no es tu alfa. Arnold… por favor, no lo hagas —repitió con una súplica dolorosa.
Él la sujetó con fuerza de los hombros, giró la cabeza para no ver su rostro empapado de