Ezra frunció el ceño. La opresión en el pecho lo golpeó sin aviso, un golpe certero que no solo hizo daño, sino que lo atravesó por completo. No respondió. No preguntó más. No debatió.
Solo se puso de pie.
El movimiento lo hizo tambalear. Seren extendió una mano para sostenerlo, pero Ezra la esquivó con un gesto torpe.
—Tengo que volver a mi casa —murmuró sin mirarlo.
Seren no insistió. No lo retuvo. Solo inclinó la cabeza en señal de aceptación.
Ezra se alejó. El viento helado le golpeó el rostro, pero no logró despejarle la mente. Algo dentro de él gruñía, herido. Dolido. Traicionado. Y, al mismo tiempo, sabía que no tenía derecho a sentirse así. No era su vida. No era su asunto. No era suya.
«No debería importarme», se repitió una y otra vez, sin lograr convencer a su propio corazón.
Caminó bajo la noche sin recordar cómo llegó a su casa.
…
Al día siguiente, Seren ya no ofreció licor.
Ezra tomó la botella y sirvió su copa sin que nadie se lo pidiera.
La vació. Sirvió otra