Raymond asintió lentamente, aunque su mente seguía concentrada en un único pensamiento: Ámbar.
—Todavía no me dejan entrar —respondió—. Dicen que la están atendiendo. No sé nada más.
De pronto, Layla extendió la mano para alcanzar su rostro y acariciar su mejilla.
—Tranquilo —manifestó—. Todo va a estar bien, te lo prometo. Confía en mí.
Raymond parpadeó, sorprendido. La cercanía de Layla lo tomó desprevenido, y aunque su instinto fue apartarse, no lo hizo al instante. Durante un segundo se quedó estático con la mirada en ella, intentando descifrar si esa actitud era auténtica o parte de algo que estaba tramando, pero en ese momento no tenía cabeza para pensar en ello. Layla, por su parte, sostuvo el contacto visual con un brillo de falsa empatía y compasión.
Nunca había visto a Layla comportarse así. No era la mujer impaciente y sarcástica de siempre; no era la voz altiva que solía imponerse en cada conversación. Había en ella una quietud extraña, una dulzura forzada pero eficaz, com