Al caer la noche, Raymond regresó a la mansión con el cansancio aferrado a los hombros. Cruzó el umbral y el silencio del lugar lo envolvió, hasta que una voz femenina quebró la quietud.
—Raymond.
El sonido de su nombre, pronunciado con suavidad, lo detuvo justo cuando estaba a punto de subir las escaleras. Instintivamente, retrocedió un paso y giró el rostro hacia la fuente de aquella llamada. Allí estaba Layla, recostada contra el marco de la puerta del salón, siendo su silueta delineada por la luz del pasillo.
—Buenas noches, Layla —saludó él—. ¿Necesitas algo?
Ella esbozó una sonrisa.
—Buenas noches —respondió—. ¿Cómo has estado? ¿Cómo te fue en el trabajo?
Raymond asintió, sin demasiada intención de prolongar la charla.
—Bastante bien, gracias. Pero ahora debo subir. Quiero ver cómo está mi esposa.
Dicho eso, volvió a girarse hacia las escaleras. Sin embargo, apenas había apoyado el pie en el primer escalón cuando la voz de Layla volvió a detenerlo.
—Su exesposo vino a buscarla.