“Has sido acusada de asesinar a Alina, la bruja de la manada, ¿cómo te declaras?”.
Una vez más, Leila se encontraba en la cámara de los ancianos, en medio de los mismos hombres que hace días estaban dispuestos a condenarla sin pruebas y ahora, sentada en medio de su círculo sentencioso con doce pares de ojos mirándola con lascivia, sabía que su destino estaba sellado.
Especialmente porque Carmela había creado pruebas, pruebas que nadie le permitiría ver ni contra las que defenderse.
Una gran injusticia.
“¿Dónde está el Alfa?”, murmuró Leila débilmente, contando sus palabras. Estaba cansada, hambrienta y sedienta.
“¡No estás en posición de hacer preguntas, Leila! ¿Cómo te declaras?”, le ladró Trent, pero Leila no se acobardó.
Mirando a los ojos verdes del hombre que asesinó a su padre a sangre fría y cuya hija estaba empeñada en quitarle el suyo, encontró fuerzas en la rabia que hervía en ella.
“Hasta que me condenen, sigo siendo tu Luna y te dirigirás a mí como tal”.
Aunque d