Ethan
El aire estaba cargado de una tensión que parecía aplastar mi pecho. Cada paso que daba dentro de la vieja casa me hacía sentir como si caminara sobre cristales, con un crujido invisible que resonaba en mi mente. León caminaba delante de mí, sus hombros tensos, su respiración medida, y aunque parecía seguro de cada paso, había algo en la rigidez de sus manos que me decía que estaba tan inquieto como yo.
—¿Por qué me trajiste aquí? —pregunté, mi voz era un susurro que parecía ensordecer en el silencio.
León se detuvo frente a una habitación iluminada apenas por la luz de la tarde que se filtraba por los ventanales cubiertos de polvo. En el centro, cubierto con un paño gris, se alzaba un espejo de marco de madera tallada, antiguo y oscuro, con símbolos que reconocí de los viejos libros de notas que encontré en casa de mi padre.
—Esto no es solo un espejo, Ethan —dijo finalmente, apoyando su mano sobre la tela—. Es una puerta. Y siempre ha estado aquí, esperando.
Tragué saliva, con