Ecos en la penumbra
La noche nos recibió con un silencio que pesaba en el aire, un manto oscuro que parecía absorber cada sonido, cada movimiento. Caminábamos por calles vacías, con las luces de faroles parpadeando y proyectando sombras largas y quebradas a nuestro alrededor. El frío mordía la piel, pero nada de eso importaba; lo único que tenía sentido era la presencia de Ana a mi lado, su mano aferrada a la mía como un ancla.
—¿Crees que realmente existan rituales que puedan romper el vínculo del espejo? —preguntó Ana en un susurro, como si temiera despertar a algo que acechaba en las sombras.
—No lo sé —respondí—, pero no podemos quedarnos de brazos cruzados. Si eso es lo único que puede salvarte, lo intentaremos.
Sus ojos se perdieron en la oscuridad, y vi en ellos el reflejo de un miedo profundo, uno que no se podía borrar con palabras. La misma sensación que me atravesaba a mí, como si algo invisible y frío nos siguiera, esperando el momento para atacar.
Llegamos a su casa justo