La sombra que acecha
La mañana después del ritual amaneció gris, como si el cielo se negara a iluminar el mundo después de la noche que habíamos vivido. El frío persistía, pero esta vez era un frío distinto, uno que no solo helaba la piel sino que calaba hasta los huesos.
Ana no había dormido. Lo noté en sus ojos, en las ojeras que marcaban su rostro pálido y en la manera en que apretaba la libreta contra su pecho mientras caminábamos hacia el instituto. Yo sentía una tensión en el aire, una presencia invisible que parecía seguirnos a cada paso, como un susurro apenas audible en el viento.
—¿Crees que ese espejo… realmente cambió algo? —le pregunté en voz baja, mientras esquivábamos charcos y hojas mojadas en el camino.
Ella se detuvo un momento, mirando hacia atrás como esperando ver algo detrás de nosotros.
—No lo sé —respondió—. Pero desde anoche siento que algo se movió. Algo que estaba atrapado, pero no liberado del todo.
Seguimos caminando, y al llegar al instituto, la rutina pa