La suite de Adriano era un santuario de lujo discreto. Inmensa, con paredes de cristal que enmarcaban el océano negro salpicado de reflejos lunares. Pero Charlotte apenas registró los detalles. Su mundo se había reducido al hombre que la sostenía en sus brazos y a la tormenta de sensaciones que desataba su boca sobre la suya.
Adriano la bajó hasta que sus pies descalzos tocaron la fría madera del suelo, pero no soltó sus labios. El beso era un torbellino de sabores a café, a vino tinto y a pura necesidad contenida. Sus manos encontraron la cremallera lateral de su vestido y la bajaron con una lentitud exasperante, haciendo que la tela cayera a sus pies como una cascada de seda azul pálido.
Charlotte, temblando de anticipación, se dejó hacer. Era como si todo el control que había ejercido sobre su vida en los últimos años se desmoronara ante la urgencia de sus caricias. Él desabrochó su sujetador con dedos expertos y lo dejó caer, seguido de sus bragas, hasta que ella quedó completamen