Sofía
El salón de recepción no es un lugar de fiesta.
Es una arena.
Todo respira lujo desmesurado: los candelabros masivos, suspendidos como soles de cristal, difunden una luz blanca y cruel que no deja sombra donde esconderse. Las mesas, cubiertas con manteles marfil y platos de porcelana, parecen altares dispuestos para un sacrificio. Las rosas escarlatas, dispuestas en ramos en el centro, huelen casi a hierro.
Y yo, soy el centro de este cuadro: la novia, la presa.
Siento las miradas devorándome en oleadas. Algunos me evalúan, otros me juzgan, todos me observan con esa avidez malsana que tienen las personas cuando presienten un escándalo a punto de estallar. Una sonrisa forzada se dibuja en mis labios, pero por dentro, todo grita.
A mi lado, Elio está impecable. Traje ajustado como una segunda piel, hombros rectos, postura segura. Sonríe. No demasiado. Solo lo suficiente para parecer relajado. Pero siento la tensión que palpita bajo esa superficie perfectamente pulida. Su mano roza