Sofia
La música se ha apagado, pero mi corazón todavía late como un tambor de guerra. Siento cada pulsación en mis sienes, como si todo mi ser se negara a calmarse.
Elio me observa, su mirada oscura, ardiente, casi orgullosa. No dice nada, pero todo su cuerpo habla. Me contempla como se contempla una tormenta que uno mismo ha desatado.
Detrás de nosotros, los murmullos aumentan. Siento las miradas ávidas que se clavan en mi espalda, que buscan desmenuzar lo que acaba de suceder en esa pista de baile. Pero no tengo nada más que ofrecerles. Ni una palabra. Ni una sonrisa. Ni una debilidad.
Él extiende la mano.
No es un gesto titubeante, no es una súplica. Es una decisión.
— Nos vamos, dice, su voz baja cortando el bullicio de la sala.
No intento discutir. Necesito aire. Escapar de esta multitud que se alimenta de dramas como buitres.
La noche ha engullido la ciudad. Las farolas lanzan halos dorados sobre el pavimento brillante. La limusina nos espera, negra y brillante, como u