La luz tenue del laboratorio del búnker bañaba las paredes en un tono ámbar. El aire olía a desinfectante y metal. Serena, con las mangas subidas y un botiquín abierto frente a ella, limpiaba la herida de su hombro. Sus movimientos eran precisos, fríos, como si estuviera reparando una máquina y no su propio cuerpo.
Dante la observaba desde una silla baja. El dolor aún le recorría el torso, pero no podía apartar la vista de ella. Había visto asesinos, médicos de campaña y cirujanos improvisados… pero ninguno con esa mezcla de firmeza y calma.
—Esa herida no es un rasguño —murmuró, su voz áspera por el cansancio—. Podrías perder más sangre.
Serena levantó la mirada apenas un segundo, con una sonrisa que no tocó sus ojos.
—No es grave. Un par de puntos y estaré lista.
Iván, apoyado contra el marco de la puerta, cruzó los brazos.
—¿Quién eres realmente? —preguntó sin rodeos—. No hablo de tu nombre. Hablo de… esto. —Señaló el lugar, las armas, la tecnología.
Serena enhebró la aguja quirúrg