Valeria intentó apartar la mirada, pero Alexander no se lo permitió. Sus manos la sujetaban con fuerza, y en sus ojos había un brillo salvaje que la hizo temblar.
—No entiendes nada, ¿verdad? —murmuró él, con la voz ronca—. Puedes desafiarme, puedes decirme que no soy nadie fuera de esta oficina… pero cuando te miro, Valeria, sé que eres mía.
Ella abrió la boca para replicar, pero no alcanzó a decir una palabra. Alexander la besó con una intensidad que la desarmó por completo. Fue un choque brutal de emociones: furia, deseo, miedo, atracción.
Al principio sus manos intentaron empujarlo, pero la fuerza con la que la rodeaba la envolvió como una tormenta imposible de detener. Y, sin darse cuenta, su cuerpo cedió, respondiendo al ardor que había callado durante demasiado tiempo.
El sonido de la tela rasgándose llenó el aire: la blusa de Valeria cedió bajo la desesperación de sus manos. Ella jadeó, sonrojada, atrapada entre la indignación y el vértigo.
—Alexander… —susurró, como una súplica.
Él apoyó la frente contra la suya, respirando agitado. —No digas mi nombre así… me enloquece.
En ese instante, la oficina dejó de ser un lugar de trabajo. Ya no eran jefe y secretaria, sino dos cuerpos atrapados en un fuego prohibido. Cada beso, cada roce, era una guerra y una rendición al mismo tiempo.
Valeria, contra toda lógica, se dejó llevar. El hombre que había jurado odiar, el mismo que la había humillado y desafiado, era ahora el que la devoraba con su pasión, haciéndola olvidar todo lo demás.
Y allí, entre los papeles y el escritorio, Alexander la hizo suya, como si quisiera borrar cualquier rastro del perfume de otro hombre en su piel.
Valeria sabía que estaba cayendo en un abismo del que no podría salir ilesa… pero en ese momento, no le importó.
El nombre de Alexander escapó de los labios de Valeria entre gemidos desesperados. Era como si toda la tensión contenida, la rabia y el deseo reprimido hubieran estallado en un solo instante.
Él la sostuvo con fuerza, marcándola con besos ardientes en la piel, como si quisiera grabar en ella su sello, su dominio, su posesión. Cada caricia era un recordatorio de que no permitiría que nadie más la tuviera.
Cuando el frenesí se quebró y el silencio cayó sobre la oficina, Alexander permaneció unos segundos con la respiración agitada, el rostro enterrado en el cuello de Valeria. Después, como si de pronto recuperara la cordura, la apartó con brusquedad.
Ella lo miró, con los labios hinchados, el cabello revuelto y el corazón latiendo a mil por hora. No entendía si había sido un error, una locura o una confesión de lo que realmente sentía.
Alexander se acomodó el saco y los puños de la camisa con frialdad, ocultando todo rastro de vulnerabilidad. Su mirada era ahora dura, cortante, como la del hombre implacable que todos temían.
—Lárgate —ordenó con voz seca, sin mirarla a los ojos.
Valeria se quedó quieta unos segundos, respirando con dificultad. Sentía las mejillas encendidas, el cuerpo aún tembloroso, marcado por cada caricia y cada beso.
Con torpeza, acomodó su blusa rasgada, subió la falda y se ajustó la ropa interior. El silencio entre ambos era tan pesado que dolía. Abrió la boca para decir algo, para intentar comprender qué acababa de suceder.
—Alex… yo… —balbuceó con un hilo de voz.
Pero él no la dejó terminar.
—¡Lárgate! —rugió, golpeando el escritorio con tal fuerza que Valeria dio un salto—. Vete a tu casa, no quiero volver a verte en esta oficina.
Ella lo miró, con los ojos llenos de lágrimas, sin entender cómo podía rechazarla después de haberla reclamado con tanta desesperación.
Alexander la señaló con el dedo, con el rostro desencajado entre la furia y el dolor. —Me das asco, Valeria. ¿Entiendes? ¡Asco!
Las palabras la atravesaron como cuchillas. Sintió que el aire se le escapaba de los pulmones y que el suelo bajo sus pies desaparecía.
Apretó los labios con fuerza, recogió su bolso del suelo y caminó hacia la puerta sin mirar atrás, aunque cada paso le costaba como si cargara toneladas sobre los hombros.
Cuando la puerta se cerró detrás de ella, Alexander se dejó caer en su silla, cubriéndose el rostro con las manos. Su respiración era agitada, sus manos temblaban.
Se odiaba.
Odiaba haberla tocado con esa necesidad.
Odiaba aún más haberla insultado.
Pero lo que más odiaba era la verdad que no podía negar: ningún otro hombre podía tener a Valeria. Solo él.