Valeria respiró hondo, se obligó a no temblar y dejó una carpeta sobre el escritorio de cristal.
—Aquí están sus informes, señor Montes —dijo con la voz lo más firme posible.
Alexander la observó sin tocar el documento. Su mirada no estaba en los papeles, estaba en ella. La estudió con un silencio que la incomodó, hasta que de pronto su ceño se frunció aún más.
Se levantó despacio, rodeando el escritorio como un cazador acercándose a su presa.
Valeria sintió cómo el aire se le escapaba de los pulmones cuando él se inclinó apenas hacia ella. No la tocó, pero bastó con que estuviera cerca para que su presencia la envolviera.
—¿Qué es esto? —su voz fue un susurro grave, cargado de peligro.
—¿Qué… qué cosa? —balbuceó ella, con el corazón desbocado.
Alexander cerró los ojos un instante y aspiró. El leve rastro de alcohol en su aliento, mezclado con un perfume masculino que no era el suyo, lo golpeó como un puñal en el orgullo.
Abrió los ojos otra vez, negros de furia. —Hueles a vino… y a otro hombre.
Valeria se quedó helada. Su rostro se tiñó de rojo, pero no apartó la mirada. —No tengo por qué explicarle nada.
Alexander rió con amargura, aunque no había rastro de humor en su gesto.
—¿Nada que explicarme? —repitió, con una dureza que casi la hizo retroceder—. Llegas tarde, con el perfume de ese… artista impregnado en tu piel, y ¿quieres que me crea que no tengo derecho a exigir respuestas?
Ella se armó de valor, apretando los puños.
—No soy suya, señor Montes. Puede humillarme en esta oficina, puede tratarme como a una empleada más… pero mi vida fuera de aquí no le pertenece.
Por un instante, el silencio fue absoluto. Alexander la miró fijamente, con los ojos ardiendo, como si estuviera a punto de romper todas sus reglas y besarla allí mismo, con furia.
Pero en lugar de eso, golpeó el escritorio con la palma abierta, tan fuerte que la madera retumbó.
—¡Valeria! —rugió, con una mezcla de rabia y deseo que lo estaba consumiendo—. No me pongas a prueba.
Valeria lo miró con los ojos muy abiertos, intentando mantener la compostura pese al temblor en su voz.
—Eres mi jefe… ¿qué te importa lo que haga fuera de aquí?
Las palabras fueron un desafío, pero también un disparo directo al ego de Alexander. Algo en su interior se rompió.
En un segundo, la distancia entre ellos desapareció. Alexander la tomó por los brazos con fuerza, como si temiera que pudiera escapar, y la atrajo hacia sí. Su respiración ardía, su mirada era la de un hombre al borde del abismo.
—Me importa porque no soporto la idea de que otro hombre te toque —gruñó entre dientes.
Antes de que Valeria pudiera reaccionar, su boca cayó sobre la de ella en un beso salvaje, lleno de rabia, deseo y posesión. No había dulzura, no había ternura: era una batalla. Ella lo empujó débilmente al principio, sorprendida, asustada por la intensidad, pero su propio cuerpo la traicionó, respondiendo al fuego que él desataba.
Alexander la sujetó con tal fuerza que el botón de su blusa cedió, dejando ver parte de su piel. Su mano, temblorosa de ira y deseo, rozó la tela como si necesitara marcarla, reclamarla, hacerla suya de una manera brutalmente simbólica.
—Eres mía, Valeria —susurró con voz ronca, mirándola a los ojos, con el pecho agitado—. Aunque intentes negarlo, aunque corras a los brazos de otro… solo yo puedo tenerte.
Valeria respiraba entrecortada, el rostro encendido, el corazón atrapado en una espiral peligrosa. Una parte de ella lo odiaba en ese instante. Otra parte… no podía negar lo que ese beso había despertado.