El trayecto fue silencioso. El motor del auto parecía el único sonido constante en medio de la noche, mientras las luces de la ciudad parpadeaban como fantasmas que se deslizaban por las ventanas. Gabriel no decía nada, solo conducía con la mirada fija en la carretera, los nudillos blancos por la presión sobre el volante.
Valeria, en el asiento del copiloto, llevaba la mirada perdida hacia el exterior. Lloraba en silencio. No había llanto escandaloso ni palabras; solo lágrimas que caían y mojaban sus mejillas una tras otra. Su respiración temblorosa era apenas audible, pero Gabriel lo percibía todo. Cada sollozo le calaba los huesos, aunque se esforzaba por no mirar.
Cuando finalmente se detuvieron frente al edificio donde ella había vivido antes, Valeria cerró los ojos un instante, como si reuniera fuerzas para enfrentar lo inevitable.
—Gabriel… —susurró, con la voz quebrada.
Él giró levemente el rostro hacia ella, sin hablar, esperando.
—Necesito que me escuches. —Tomó aire, sus man