La noche era densa, y el aire en el cementerio se sentía más pesado de lo habitual. Las sombras de los cipreses se alargaban entre las lápidas, y el crujido de las hojas secas bajo los zapatos era el único sonido que rompía el silencio. Andrés y Ricardo estaban allí, frente a la tumba de Camila, decididos a comprobar con sus propios ojos si sus sospechas eran ciertas.
El sepulturero, un hombre mayor y reservado, los observaba con atención mientras retiraba cuidadosamente la losa de mármol. Andrés no podía dejar de mirar la lápida con el nombre de Camila grabado en letras doradas. Le parecía un chiste cruel que su nombre estuviera allí, tallado como si realmente hubiera muerto, cuando algo dentro de él le decía que no era así.
— ¿Estás seguro de esto? —preguntó Ricardo en voz baja, mientras el sudor le perlaba la frente.
—No lo estaráré hasta ver qué hay dentro —respondió Andrés, con la mandíbula apretada.
La lápida fue retirada finalmente, dejando ver el interior del nicho. El sepultu