El reloj marcaba las siete de la mañana y el tenue sol de primavera se filtraba por la ventana de la habitación, acariciando con delicadeza el rostro de Camila. La habitación del hospital olía a desinfectante, pero también a tranquilidad. Camila tenía los ojos abiertos desde hacía varios minutos, observando en silencio el techo blanco, intentando ordenar las emociones que se amontonaban dentro de ella.
La enfermera entró sin hacer ruido, llevando un carrito con los instrumentos necesarios para su chequeo matutino. Era una mujer de mediana edad, con una expresión serena que inspiraba confianza.
—Buenos días, señorita Camila —saludó con una sonrisa mientras revisaba el expediente al pie de la cama.
Camila la miró con suavidad y preguntó en voz baja, como si no quisiera romper el silencio que reinaba en la habitación:
—¿Sabe si me darán de alta pronto?
La enfermera alzó la vista y, por un momento, dudó en su respuesta. Finalmente, asintió con una media sonrisa.
—No lo sé con certeza, per