“El corazón nunca se equivoca”.
Los murmullos aún flotaban en el ambiente mientras los empresarios que minutos antes celebraban con copas en alto, ahora se acercaban con rostros confundidos y preocupación en la mirada. Uno de ellos, el señor Ortega, miró a Irma con el ceño fruncido.
— ¿Qué fue todo esto? —preguntó en voz baja, sin entender la escena que acababan de presenciar.
Irma respiró hondo. Sabía que cualquier palabra mal dicha podía afectar la imagen de Alejandro Ferrer. Pero entonces alzó la barbilla, recuperando la compostura, y con una sonrisa serena respondió:
—Esa mujer… es la esposa de Alejandro Ferrer.
Los hombres se miraron entre sí, incrédulos. Ortega entrecerró los ojos.
— ¿La esposa? ¿Pero no se había dicho que ella estaba…?
—Muerta —lo interrumpió Irma suavemente—. Eso creyó él… eso creímos todos. Pero ese hombre —dijo, señalando con disimulo hacia Adrien— se encargó de engañarnos. A todos.
El señor Ríos, hasta entonces en silencio, avanzando lentamente.
—Entiendo.