La tenue luz del amanecer comenzaba a colarse por la ventana de la habitación del hospital. Alejandro, todavía vestido con la ropa del día anterior, dormitaba en un incómodo sofá al lado de la cama. Sus ojos estaban hinchados por el cansancio y la preocupación, pero aún así, no se había separado de Irma ni por un segundo.
Se quitó un poco al sentir la rigidez del sillón, y al mirar su reloj, notó que ya eran las seis de la mañana. Se incorporó lentamente, frotándose el rostro, justo cuando la puerta de la habitación se abrió suavemente.
—Buenos días —dijo el médico, entrando con paso sereno.
—Buenos días, doctor —respondió Alejandro al instante, poniéndose de pie.
Lucía también se despertó y se levantó de la silla donde había pasado la noche en vela junto a su hija.
Irma, como si el sonido de las voces la hubiera traído de vuelta a la realidad, abrió los ojos despacio.
—Buenos días, Irma. ¿Cómo te sientes? —preguntó el médico con tono cálido.
—Buenos días, doctor. Me siento mejor —con