La tarde transcurría lentamente en las oficinas centrales del Grupo Ferrer. El sol comenzaba a ocultarse tras los grandes ventanales, proyectando sombras alargadas sobre el elegante escritorio de madera de caoba. Alejandro Ferrer, vestido con un traje oscuro de corte impecable, revisaba una carpeta con documentos financieros, frunciendo ligeramente el ceño mientras recorría con la vista cada cifra.
Estaba tan concentrado que apenas escuchaba el leve zumbido del intercomunicador. Solo cuando la luz roja parpadeó por segunda vez, presionó el botón con un suspiro de impaciencia.
—¿Qué sucede? —preguntó con voz firme—. Dije que no quiero atender a nadie.
La voz de su secretaria sonó con un matiz de duda al otro lado del sistema.
—Disculpe, señor Ferrer… pero aquí están los padres de la señora Irma. Dicen que desean hablar con usted. Dicen que es urgente.
Alejandro levantó la vista, sorprendido. Parpadeó un par de veces, dejando la carpeta a un lado.
—¿Los padres de Irma?
—Sí, señor.
Se qu