El reloj marcaba las seis con quince de la tarde cuando Alejandro Ferrer apagó su computadora, se levantó de su escritorio y tomó su chaqueta del perchero. Su teléfono vibró con una notificación, pero no la revisó. Lo deslizó en el bolsillo interior de su saco y caminó con paso firme hacia la puerta. Su secretaria lo vio acercarse y se puso de pie rápidamente.
—¿Se retira, señor Ferrer? —preguntó con una leve sonrisa profesional.
—Sí, Ana. No regreso por hoy. Que tengas buena tarde.
—Igualmente, señor Ferrer.
Alejandro le dedicó un leve gesto de cabeza y se dirigió al ascensor. Presionó el botón y esperó en silencio, con las manos en los bolsillos y el ceño ligeramente fruncido. Cuando las puertas se abrieron, entró sin mirar a nadie y descendió hasta el estacionamiento subterráneo. Al salir, buscó con la mirada su auto entre la hilera de vehículos. El silencio del lugar le ofrecía una calma extraña. Sacó las llaves, presionó el botón y las luces del coche parpadearon.
Se acercó, abri