Camila estaba en su habitación. La brisa tibia de la noche se colaba por la ventana entreabierta, moviendo suavemente las cortinas blancas. Exhausta, se quitó lentamente la ropa que llevaba puesta y se colocó su dormilona de seda, de un color azul pálido que resaltaba la calidez de su piel. Caminó hacia el espejo colgado en la pared, mirándose fijamente. Su reflejo le devolvía una imagen desconocida, como si no pudiera reconocerse del todo.
Se llevó los dedos a los labios con gesto pensativo, recorriéndolos con la yema temblorosa de su índice. Sus ojos reflejaban una profunda tristeza.
—¿Por qué no siento nada cuando me besas, Adrien? —susurró en voz baja, casi como un lamento que se llevó el viento nocturno—. Siento un vacío tan grande... Si en verdad me enamoré de ti, ¿por qué me siento así?
Apretó los labios, luchando contra el nudo en su garganta. Su mirada se volvió distante, como si buscara respuestas en los rincones oscuros de su memoria. Soltó un suspiro tembloroso y desvió la