Alejandro regresó por el pasillo con dos vasos de café en la mano. Sus pasos eran firmes, pero su corazón estaba cargado de un peso silencioso. Disfrazaba su angustia detrás de una sonrisa tranquila, determinada a que Irma no sospechara nada.Al entrar en la habitación, su mirada se suavizó al verla. Irma estaba sentada en la cama, con el cabello ligeramente alborotado y esa expresión dulce que, sin querer, le arrancó una sonrisa sincera.—Aquí tienes tu café con leche —dijo acercándose—. Espero que te guste.Irma lo tomó con ambas manos, como si necesitara aferrarse a algo tangible. Dio un pequeño sorbo y cerró los ojos, disfrutando del calor que se extendía por su cuerpo.—Umm… qué rico —murmuró con una sonrisa genuina.Alejandro soltó una pequeña risa, relajándose al verla así.—Qué bueno que te gustó —dijo, mirándola con ternura.Se sentó al borde de la cama, todavía observándola, como queriendo guardar en su memoria cada pequeño gesto de ella. Luego, con un tono más animado, agre
Camila estaba en su habitación. La brisa tibia de la noche se colaba por la ventana entreabierta, moviendo suavemente las cortinas blancas. Exhausta, se quitó lentamente la ropa que llevaba puesta y se colocó su dormilona de seda, de un color azul pálido que resaltaba la calidez de su piel. Caminó hacia el espejo colgado en la pared, mirándose fijamente. Su reflejo le devolvía una imagen desconocida, como si no pudiera reconocerse del todo.Se llevó los dedos a los labios con gesto pensativo, recorriéndolos con la yema temblorosa de su índice. Sus ojos reflejaban una profunda tristeza.—¿Por qué no siento nada cuando me besas, Adrien? —susurró en voz baja, casi como un lamento que se llevó el viento nocturno—. Siento un vacío tan grande... Si en verdad me enamoré de ti, ¿por qué me siento así?Apretó los labios, luchando contra el nudo en su garganta. Su mirada se volvió distante, como si buscara respuestas en los rincones oscuros de su memoria. Soltó un suspiro tembloroso y desvió la
Adrien acariciaba suavemente el cabello de Camila mientras ella, aún temblorosa, se aferraba a su pecho. Sus dedos recorrían mechones de su melena con delicadeza, como si temiera romperla, como si necesitara asegurarse de que ella realmente estaba allí, respirando, viva, en sus brazos.—Ven, acuéstate —susurró con voz baja, cálida—. Ya es tarde... Necesitas dormir.Camila levantó la mirada hacia él. Sus ojos, grandes y brillantes, todavía reflejaban la confusión de todo lo que había recordado esa noche. No dijo nada. Solo asintió levemente y, obediente, se acomodó en la cama. Adrien, con ternura infinita, la arropó, cubriéndola con la manta ligera que olía a lavanda. Luego se acostó a su lado, rodeándola con su brazo, atrayéndola contra su pecho.La respiración de Camila era aún un poco entrecortada. Se sentía segura en los brazos de Adrien, pero la maraña de preguntas en su mente no la dejaba encontrar paz.—Adrien... —murmuró en un susurro apenas audible—, ¿sabes si esa fue la causa
El amanecer apenas comenzaba a asomar en el horizonte, tiñendo el cielo de un tenue color ámbar. Adrien, sin embargo, llevaba horas despierto. No había podido dormir bien; Su mente estaba demasiado cargada de preocupaciones.Ahora, sentado en su oficina, revisaba unos documentos con el ceño fruncido, la pluma en una mano, tachando y corrigiendo detalles casi de forma mecánica. Los ventanales dejaban pasar la suave luz matutina, iluminando las estanterías llenas de libros y los muebles de madera oscura que conferían a la habitación un aire serio y sobrio.De pronto, un golpe en la puerta lo hizo levantar la mirada.—¿Quién es? —preguntó, sin apartar del todo los ojos de los papeles.—Soy yo, tu padre —se escuchó la voz de Eduardo desde el otro lado.—Pasa, papá —dijo Adrien, dejando la pluma sobre el escritorio y sentándose de manera más formal.Eduardo abrió la puerta y entró, llevando puesta una camisa clara y un pantalón oscuro. Su puerta era imponente a pesar de los años, y sus ojo
Adrien se encontró en su despacho junto a su padre, Eduardo. Ambos revisaban unos informes importantes, sentados frente a frente, cuando Adrien rompió el silencio.—Papá, tengo que viajar —dijo Adrien, dejando los papeles a un lado y mirándolo con seriedad—. Me llamaron esta mañana. Hay unos asuntos en la ruta que necesitan de mi presencia. No puedo enviarlos a resolver por nadie más.Eduardo miró a su hijo con esa mezcla de orgullo y preocupación que solo un padre podía transmitir.—Tengo que viajar, papá, no me mires así —anunció Adrien, cruzando los brazos sobre el escritorio—. Según me informó, surgieron algunos asuntos en la ruta que requieren de mi presencia personal. No puedo delegarlo.Eduardo avanza lentamente, como si ya esperara esas palabras.—Lo sé, hijo. —De hecho, de eso quería hablar contigo —respondió con voz grave—. Solo quiero pedirte una cosa: cuídate mucho. No me gusta la idea de que vayas solo.Adrien sonriente, tratando de quitarle peso a la preocupación de su p
El reloj marcaba las once de la mañana. La luz del sol entraba a través de las grandes ventanas de la oficina de Alejandro Ferrer, iluminando los documentos esparcidos sobre su escritorio. Ricardo Medina, su inseparable amigo y mano derecha, estaba sentado frente a él, hojeando algunos papeles mientras Alejandro, absorto, apenas lograba concentrarse en lo que leía.De pronto, Alejandro dejó el documento a un lado y se levantó de su silla, caminando hacia la ventana con las manos en los bolsillos, su ceño fruncido en una expresión de profunda preocupación.Ricardo alzó la vista, notando de inmediato su actitud.— ¿Qué sucede, Alejandro? —preguntó, cerrando la carpeta que tenía entre las manos—. Te noto... pensativo.Alejandro soltó un suspiro largo y pesado antes de girarse para mirarlo.—No puedo dejar de pensar en Irma —admitió finalmente—. Es tan joven... Aún me cuesta creer que esté enferma. Es como si, en cualquier momento, fuera a desaparecer de mi vida, así como Camila lo hizo..
El ambiente en la oficina de Alejandro Ferrer seguía cargado de tensión. Ricardo y Andrés se encontraron de pie frente a él, los tres sumidos en un profundo silencio mientras las palabras de la llamada resonaban en sus cabezas.La acusación contra Margaret era tan grave que parecía imposible de creer, pero también demasiado peligrosa como para ignorarla.Estaban a punto de comenzar a planificar una investigación cuando el teléfono de Alejandro vibró sobre el escritorio.Los tres hombres se sobresaltaron, cruzando miradas rápidas.Alejandro extendió la mano y tomó el dispositivo. Era un nuevo mensaje. Frunció el ceño al ver que provenía de otro número desconocido.— ¿Qué pasa? —preguntó Ricardo, viendo la expresión tensa de su amigo.—Es otro mensaje —dijo Alejandro, su voz cargada de sospecha.Abró el mensaje, y sus ojos se agrandaron al instante.Lo que vio hizo que se quedara completamente inmóvil, como si su sangre se hubiera congelado.—No puede ser... —Susurró Alejandro, llevándo
El reloj marcaba las cinco de la tarde. Afuera, el cielo comenzaba a pintarse de tonos anaranjados y dorados. Los ventanales de la oficina de Alejandro Ferrer permitían que la luz suave del atardecer bañara la sala con una calidez engañosa. Porque dentro de esa oficina, las tensiones no hacían más que crecer.Alejandro estaba de pie, junto a la ventana, con los brazos cruzados y la mente ocupada. Andrés, sentado frente al escritorio, lo observaba en silencio. El ambiente era denso, cargado de emociones encontradas. Había dolor, rabia, sed de justicia… y una determinación que se reflejaba en los ojos de ambos hombres.El teléfono de Alejandro vibró sobre el escritorio, interrumpiendo el silencio. Él caminó hacia él y, al ver el nombre en la pantalla, una sonrisa leve curvó sus labios.—Es Irma —murmuró, como si dijera algo que le reconfortaba el alma.Contestó de inmediato.—¿Ahí?—Hola… —dijo la dulce voz de Irma al otro lado de la línea—. ¿Cómo estás?—Estoy bien. Me alegra escuchart