La luz del mediodía entraba a raudales en la oficina de Alejandro Ferrer, iluminando las superficies de cristal y los muebles de líneas elegantes. El murmullo lejano de la ciudad apenas se filtraba a través de los horribles ventanas. Alejandro, sentado en su sillón de cuero negro, hojeaba unos documentos con el ceño fruncido, completamente absorto en su lectura.
El sonido de unos nudillos golpeando la puerta lo sacó de su concentración.
—¡Pase! —ordenó sin levantar la vista.
La puerta se abrió con suavidad y Ricardo Medina entró con paso decidido. Llevaba el saco ligeramente desabotonado y su expresión era una mezcla de cansancio y tensión.
—Buenos días —saludó.
Alejandro levantó la mirada, notando al instante la gravedad en los ojos de su amigo. Dejó los papeles sobre el escritorio y se incorporaron ligeramente.
— ¿Qué tienes? —preguntó, entornando los ojos—. Traes una cara…
Ricardo soltó un leve suspiro mientras se acercaba y se dejaba caer pesadamente en uno de los sillones frente