El reloj de la pared marcaba las nueve de la mañana cuando Álvaro Gutiérrez, sentado tras su imponente escritorio de caoba, hojeaba unos documentos con expresión de fastidio. El despacho estaba en penumbras, iluminado únicamente por la tenue luz que se filtraba a través de las gruesas cortinas de terciopelo. Sobre el bar lateral, varias botellas de licor se destellaban como joyas bajo la escasa iluminación.
Mientras Álvaro repasaba los papeles, un golpe seco en la puerta lo sacó de su concentración.
—¡Pase! —ordenó con voz grave.
La puerta se abrió y uno de sus hombres de confianza, vestido con traje oscuro y mirada inquieta, entró en la habitación.
—Señor —dijo inclinando levemente la cabeza en señal de respeto—, hay alguien que desea verlo.
Álvaro levantó la vista, irritado por la interrupción.
—¿Quién diablos es ese alguien?
El hombre tragó saliva antes de responder:
—Dice que es amigo de Alejandro Ferrer... y que quiere hablar con usted.
Álvaro se incorporó en su asiento, su cuerp