La noche era densa y silenciosa en la vieja casona donde Adrien se refugiaba con su familia. Las ventanas del estudio estaban apenas entornadas, dejando entrar una brisa fría que agitaba suavemente las pesadas cortinas de terciopelo.
Adrien estaba de pie, de espaldas a la puerta, observando la oscuridad a través del cristal. Vestía de negro; su postura tensa y sus manos cruzadas tras la espalda revelaban la tormenta interna que lo consumía.
Detrás de él, su padre, un hombre de rostro severo y cabello entrecano, se sentó en un sillón de cuero, con un vaso de whisky entre los dedos.
—Y bien? —preguntó el padre, rompiendo el silencio con su voz grave—. ¿Qué ha averiguado sobre su estado?
Adrien cerró los ojos un segundo antes de girarse lentamente. Su mirada era fría, calculadora.
—Camila está viva y eso es lo que importa —dijo, sin rodeos—. Pero no es la misma.
El padre frunció el ceño, interesado.
—¿Qué quieres decir?
Adrien caminó lentamente hasta su escritorio, donde un expediente mé