La noche había caído sobre la ciudad, cubriendo las calles con un manto oscuro salpicado de luces. Álvaro conducía con una mano en el volante y la otra reposando con firmeza sobre el muslo de Margaret. Ella no decía nada, pero sus labios curvados en una media sonrisa lo decían todo. La tensión entre ambos era como un hilo eléctrico que vibraba con cada segundo de silencio.
Al llegar al hotel, no usaron la entrada principal. Álvaro, precavido como siempre, desvió el auto hacia el estacionamiento subterráneo, donde ya lo esperaban dos de sus hombres. Nadie más tenía acceso a ese lugar. Allí, en el rincón más privado del hotel, un ascensor exclusivo los llevaría directamente a su habitación.
—Vamos —dijo él con voz baja, tomando a Margaret por la cintura.
El ascensor se abrió con un leve sonido metálico. Mientras las puertas se cerraban tras ellos, la atmósfera se llenó de una electricidad que ambos conocían bien. Margaret se volvió hacia él, y sin decir una palabra, lo besó. Fue un beso