El sol se filtraba tenuemente por las cortinas del cuarto de Irma, bañando la habitación con una luz cálida que contrastaba con la suave brisa que entraba por la ventana entreabierta. En la cama, Irma reía mientras sostenía una taza de té, y frente a ella, sentada en una silla decorada con cojines de colores pastel, estaba Sandra, su fiel amiga, quien parecía más feliz que nunca. Compartían una mañana tranquila, lejos de los problemas, como si ese pequeño instante perteneciera a otro mundo, uno donde todo estaba bien.
—Te ves hermosa, Irma —dijo Sandra, cruzando las piernas y sonriendo con sinceridad—. Nunca te había visto tan... radiante.
Irma bajó la mirada, sonrojada. Se levantó de la cama lentamente, llevando la taza consigo, y caminó hacia el espejo. Se quedó un momento observándose, como si intentara convencerse de que aquella mujer feliz en el reflejo era ella misma.
—¿De verdad lo crees? —preguntó en voz baja, sin apartar los ojos del cristal.
—Lo creo y lo juro —respondió San