Al pisar el último escalón, empujé a la mujer al suelo.
Cayó de bruces, llorando, sujetándose la cabeza.
Me quedé de pie frente a todos.
Allí estaban.
Los empleados que habían visto a mi hermana como un estropajo.
Los que se creían con derecho a insultarla.
Los que obedecían a Rebeca como si fuera una reina.
Sentí un fuego arderme en el pecho.
Mi padre…Si mi padre hubiera visto esto, los habría despedido a todos en ese mismo instante.
Y a Martín lo hubiera colgado de un árbol, de cabeza, hasta que se le caiga la soberbia.
Papá jamás permitió que nadie tocara a su esposa.
Jamás que alguien se metiera con sus hijas.
Nosotros éramos pétalos de rosa para el… bellas ,intocables, inamovibles, respetados.
Y esta gente… había convertido a mi hermana en un trapo.
Di un paso al frente.
Otro.
Otro.
Hasta quedar de cara a todos.
Mi voz salió firme.
Clara.
Cortante.
—Creo que ya es suficiente —dije—. Ya se han divertido demasiado, ¿no?
Se miraron entre ellos. Nerviosos. Temblando.
—Ahora me toca