Al día siguiente, la empresa Santini amaneció bajo un cielo despejado, ajena a las tensiones que se habían sembrado la tarde anterior. En la recepción, el ritmo era el habitual: llamadas telefónicas, empleados entrando y saliendo con paso apresurado, el suave murmullo de las conversaciones. Hasta que la puerta principal se abrió, dejando entrar una figura que capturó la atención de todos.
Rodolfo Perales hizo su entrada con una presencia imponente. Era un hombre alto, de complexión atlética, con una elegancia natural que se notaba en cada movimiento. Su traje impecable parecía hecho a medida, y su cabello oscuro, peinado con un estudiado descuido, enmarcaba un rostro de facciones marcadas y una sonrisa que, aunque encantadora, no terminaba de borrar una cierta altivez en su mirada.
En el momento en que cruzó el umbral, el bullicio de la recepción pareció disminuir. Las recepcionistas, habituadas al ir y venir de ejecutivos y visitantes, no pudieron evitar detener sus tareas por un ins