El silencio del apartamento era denso, pesado, solo roto por el tic-tac del viejo reloj de pared en la sala. Las sombras se alargaban, danzando con la tenue luz que se filtraba por la ventana, y cada minuto que pasaba se sentía como una hora. Catalina, con el corazón latiéndole con una mezcla de ansiedad y determinación, esperaba. Había decidido que no podía seguir ignorando el comportamiento de Leonardo. Su actitud defensiva, sus desplantes en la oficina, la tensión constante que irradiaba… todo se había vuelto insostenible.
El reloj marcó la medianoche. Catalina suspiró. Pensó que tal vez Leonardo no regresaría, que se quedaría en el club o en la mansión de su padre, evadiendo la conversación que sabía que era inevitable. Justo cuando la resignación comenzaba a apoderarse de ella, escuchó el suave clic de la cerradura.
La puerta se abrió lentamente, y Leonardo entró en el apartamento. Su figura se recortó contra la luz del pasillo, y Catalina pudo ver el cansancio en sus hombros, la