La tensión en el aire se podía cortar con un cuchillo. La sonrisa condescendiente de Rodolfo y mi respuesta helada habían creado un silencio incómodo que ahora Leonardo rompía con una furia contenida.
Se acercó a Rodolfo, su cuerpo tenso, sus ojos verdes centelleando con una rabia apenas controlada. Me sorprendió su reacción, esa repentina defensa hacia mí. ¿Era celos? ¿Orgullo herido? ¿O quizás, una posesividad masculina primitiva que me resultaba tan repulsiva como intrigante?
—Yo sé por dónde vienes, Rodolfo —siseó Leonardo, su voz baja y amenazante—. No te le acerques a Catalina.
Rodolfo soltó una carcajada burlona, echando la cabeza hacia atrás. — ¿Y si lo hago, Leonardo? ¿Qué va a pasar? ¿El niño mimado va a llorarle a papá?
La alusión a su dependencia paterna dio en el blanco. Pude ver cómo el rostro de Leonardo se contraía de furia.
—Sabes que tenemos algo pendiente, Leonardo —continuó Rodolfo, con una sonrisa venenosa—. Y desde luego, voy a desquitarme.
Justo en ese momento,