8. Absolutamente nada

Ese día salí del hotel; el sol apenas asomaba en el horizonte, y sentí la frescura matutina envolviéndome como una brisa suave. Mis ideas se movían de un lado a otro; sin embargo, lo que más me atraía era la sensación de libertad que experimentaba en ese momento. Justo cuando me disponía a salir por la puerta, lo divisé: Daniel se aproximaba hacia mí con una sonrisa amigable en el rostro.

—Por fin pude volver a verte. Mira lo que te traje —elevó el ramillete de rosas rojas mientras sacaba una caja que muy seguramente tenía un brazalete—. ¿Es posible que salgamos hoy?

—Qué amable, Daniel, pero hoy tengo algo que hacer porque… —mientras hablaba, miré a la distancia cómo se acercaba, y todo mi cuerpo se congeló como si tuviera un magnetismo hacia él.

Desde lejos, la silueta de Alexander se erguía con la mirada clavada en mí, irradiando una furia palpable a gran distancia. Un escalofrío recorrió mi espalda; sin embargo, decidí no permitir que eso me asustara. Al llegar a nuestro destino, era capaz de desintegrar a Daniel con su penetrante mirada de forma asombrosa.

—¿Qué haces aquí? —le lancé con una mezcla de curiosidad y desafío—. ¿No has recibido la documentación de mis abogados?

—Con el mayor de los respetos, me vale m****a lo que tus abogados me enviaron. Continuaremos trabajando juntos, Dorothea —su respuesta llegó como un estruendo, erguido en toda su arrogancia—. También he venido porque es necesario que firmes unos documentos relacionados con uno de mis restaurantes que requiere tu autorización.

Dejé escapar una risa burlona que resonó en la gélida atmósfera.

—¿No tienes algo más productivo en qué ocuparte? —permití que la burla se excediera—. Tener el título de contribuyente en mis hoteles no te convierte en una diva del negocio que viene aquí a exigir trato VIP.

Un gesto de enojo unió sus cejas en una expresión de furia.

—Tú vas a venir conmigo —ordenó, y el tono de su voz me hizo sentir que, aunque no había duda de que quería que lo obedeciera, yo me negaría a hacerlo.

—Vete al diablo —respondí, sintiéndome fuerte e indomable, mientras el desafío brillaba en mis ojos. Justo cuando estaba finalizando mi oración, Daniel se apresuró a intervenir, levantando la mano.

—Perdona, no es necesario que seas tan brusco, sobre todo considerando que Dorothea y yo estamos en una relación.

Aquellas palabras desencadenaron una terrible tormenta que parecía dispuesta a consumirlo. Su mirada volvió hacia él como un relámpago a punto de acabar con todo en cuestión de segundos.

—No le traigas más flores a mi mujer —su voz grave llevaba la rabia de mil tormentas, y el silencio se adueñó del momento, haciendo que la tensión se volviera palpable.

Antes de que pudiera responder, Alexander me agarró del brazo con fuerza, de manera casi violenta. Me arrastraba de forma impactante, como si me estuviera secuestrando.

—¡Déjame en paz! —grité mientras él me arrastraba hacia su auto. La realidad se asentaba sobre mí: su rabia, celosa y voraz, estaba a punto de estallar.

Nos subimos al vehículo, y mientras comenzaba a conducir, la feroz rabia en su mirada no se disipaba. La carretera se convertía en un desenfreno, y a pesar de estar en el mismo espacio, la distancia entre nosotros se sentía abismal. Pero yo no me rendiría tan fácilmente.

—¿Quieres detenerte?

—¡No! No permitiré que estés con otro hombre. ¿Te diviertes pavoneándote con otros en mi presencia? No lo permitiré.

—Ah, no. Bájale dos rayitas a tu tono, Alexander. Tú y yo no somos nada.

—¡Claro que lo somos! Eres mi mujer.

—Exmujer, Alexander —reiteré—. Contigo no tengo nada que hacer.

Después de mi comentario, Alexander no dijo más palabras. Continuó al volante con una furia descomunal, apretando con fuerza el volante. Mientras ocupaba el asiento del copiloto, mantenía los puños apretados sobre las rodillas, percibiendo una tensión tan intensa en el ambiente que parecía posible cortar el papel con nuestra mera presencia. Frente a nosotros se desplegaba la carretera; sin embargo, mi atención se enfocaba únicamente en una idea: necesitaba abandonar el vehículo, ya que mi profundo rencor hacia Alexander sería mi perdición.

—Alexander —le hablaba, pero este me ignoraba—. Detén el auto, Alexander, o voy a saltar —exclamé, sintiendo cómo la adrenalina subía por mi cuerpo.

Él me miró de reojo, sus ojos reflejando una mezcla de preocupación y exasperación.

—No permitiré eso, Dorothea —respondió con determinación y firmeza.

Dejé escapar una carcajada sarcástica, casi desde lo más profundo. Había algo en su insistencia que me irritaba, como si él pudiera controlar mis decisiones.

—Si no paras, lo haré —le advertí, desafiándolo.

Tomó una profunda bocanada de aire y, con una expresión sarcástica en el rostro, expresó:

—Tu especialidad es evadir los conflictos, ¿verdad? No te gusta hablarlos y ese es tu problema. Escapas como una niña pequeña y asustada. Fue por eso que optaste por irte sin brindarme razones, ya que careces de la madurez necesaria para hablar. Mira: seis años, cinco meses, tres días desde que huiste de Inglaterra, y aún sigues huyendo como loca.

Su comentario me golpeó como un puñetazo en el estómago. La rabia me hirvió en las venas.

—Te dejé por una razón, Alexander —le respondí, sin poder evitar la ironía en mi voz.

—¿Cuál es el motivo de eso? —se burló con una risa sarcástica—. ¿Fue por Cassidy, acaso? Si la razón fue por ella, permíteme decirte que fue una completa tontería.

Sus palabras me golpearon, y noté cómo la furia crecía entre nosotros, como un volcán a punto de hacer erupción. En el preciso instante en que estaba a punto de responder, su móvil comenzó a sonar, interrumpiendo así el instante. Colocó los auriculares y frunció el entrecejo al observar la pantalla.

Después de un momento de silencio, como si la otra persona del otro lado terminara de hablar, expresó su necesidad de regresar a Inglaterra, como si esa decisión pudiera alterar nuestra situación.

Una sensación de frustración se apoderó de mí. De repente, el entorno conocido se transformaba en un escenario distante. Cuando finalmente llegó a casa de mis padres, me detuvo en la entrada.

—Tenemos algo que hablar, así que espera a que vuelva —mencionó, pero su voz no contenía ni la más mínima certeza.

Solté una risa sarcástica, incapaz de contenerme.

—Entre tú y yo no hay absolutamente nada que hablar —fue todo lo que pude responder, con la voz cargada de enojo.

Ambos nos miramos con el mismo rencor, las palabras hirviendo en los labios, cada uno atrapado en su propia tormenta. En ese momento, supe que la batalla apenas comenzaba.

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