Capítulo LXXVIII
Maximiliano
El reloj marca las ocho de la mañana cuando entro al laboratorio, el corazón latiéndome más rápido de lo normal. A pesar de haber dormido unas cuantas horas, mi mente no deja de repasar una y otra vez todo lo que descubrí anoche. Cada pieza encaja, cada dato empuja hacia la misma conclusión… pero necesito pruebas. Necesito la verdad escrita, firmada, sellada.
El olor del laboratorio es una mezcla de desinfectante y café viejo. Hay una recepcionista en un escritorio metálico, tecleando sin levantar la vista. Me acerco con las dos bolsas en la mano —las muestras de Sebastián y las de Camila— y trato de mantener la voz firme.
—Buenos días —saludo.
La mujer por fin levanta la mirada. Tiene unos lentes grandes que se deslizan por su nariz.
—Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle?
—Necesito una prueba de ADN —digo—. Comparativa.
Ella asiente, sin sorprenderse. Debe ser rutina. Para mí, no lo es. Para mí, esto puede cambiarlo absolutamente todo.
—¿Parentesco a deter