El lago había quedado atrás, pero la brisa fría aún se sentía en la piel de Céline cuando cruzó el umbral de la casa familiar, donde todo estaba preparado para recibir a quienes venían a presentar sus respetos. La recepción era sobria, elegante, silenciosa: una sala amplia con luz cálida, cortinas pesadas, muebles antiguos. Un retrato de Kilian presidía el salón sobre la chimenea, flanqueado por arreglos florales en blanco y verde. Todo estaba en su lugar. Todo, menos Céline.
Apenas entró, la tensión contenida se convirtió en un peso físico. Caminó hasta uno de los rincones más apartados y se sentó sin hablar. Elian y Yvania fueron llevados discretamente a otra habitación con la niñera. La prensa ya no estaba. Solo quedaban los rostros conocidos, las frases medidas, los abrazos breves.
Clarisse se le acercó con una copa de agua y la espalda recta.
—Estás haciendo lo correcto —le dijo—. Solo falta un poco más. Sé fuerte.
Pero no hubo ternura en su tono. Era instrucción, no consuel