Kilian —o Sebastián, como debía recordarse a sí mismo cada mañana— caminaba solo por la orilla de la playa. El viento le azotaba el rostro con un dejo de sal y libertad. La villa quedaba atrás, imponente pero vacía. Alina se había marchado, con la excusa de resolver asuntos pendientes del cierre del Instituto Renn. Le había dicho que serían unos días, que aprovechara para descansar, reconectar consigo mismo. No lo dijo, pero él lo sintió: lo estaba dejando a prueba.
Y, para su sorpresa, no se sintió perdido. Se sintió libre.
Desde su desaparición oficial, habían pasado apenas unas semanas, pero los días en Kalliste tenían una textura distinta, sin estructura, sin nombres. El sol lo despertaba. El silencio lo arrullaba. Ya no había noticias, ni llamadas, ni documentos por firmar. Solo esa sensación hueca que al principio le oprimía el pecho… y que ahora empezaba a ser cómoda. Como una herida que deja de doler, no porque haya sanado, sino porque el cuerpo se ha acostumbrado al dol