La mañana siguiente fue distinta. Kilian salió temprano no fue a la empresa. Tenía una reunión con el único hombre que sabía toda la verdad: Dorian Zeller, su abogado de confianza y el arquitecto legal detrás de su desaparición.
Se vieron en una oficina temporal, discreta, en un edificio sin letrero. Allí, sobre una mesa metálica, había carpetas clasificadas, pasaportes provisionales, y documentos con firmas ya impresas.
—No podemos seguir moviendo el dinero por transferencias —dijo Dorian sin rodeos—. Estás llamando demasiado la atención. La última nos dejó un rastro.
Kilian asintió. No era una sorpresa.
—¿Qué propones?
—Venta directa. Rápida, silenciosa. Ya activé a tres compradores. Propiedades a nombre de ambos, vehículos, acciones secundarias. Todo lo que se pueda liquidar sin llamar a Céline.
Kilian apoyó los codos en la mesa, pasándose las manos por el rostro.
—¿Y si ella lo nota?
—No lo hará. No por ahora. Usaremos sociedades pantalla. Y al menos una firma intermediaria con tu