Céline no recordaba haberse sentido tan ligera en meses. Había recuperado a su esposo, a su familia. Cada gesto de Kilian era tan preciso, tan tierno, tan presente, que ni siquiera su instinto —tan agudo en otros tiempos— se activaba.
Esa tarde, después de un almuerzo con proveedores, subió a su despacho con una sonrisa aún fresca en el rostro. Pero apenas cruzó la puerta, la esperaba una sorpresa: dos miembros del departamento de finanzas estaban allí con carpetas en la mano y rostros tensos.
—¿Está todo bien? —preguntó ella, al dejar su bolso sobre la silla.
—Detectamos unas irregularidades en los movimientos de la cuenta satélite vinculada al holding de productos naturales en Suiza —explicó uno de ellos—. Se están haciendo transferencias no programadas.
Céline frunció el ceño, pero no alarmada. Se sentó tras el escritorio y hojeó los documentos.
—Ah, esto lo mencionó Kilian —dijo, sin dudar—. Me comentó algo sobre reestructurar fondos para la expansión de la filial en Ginebra.
Los