Pasaron unos días desde aquella cena. El ritmo volvió a parecerse a algo funcional. No del todo auténtico, pero sí suficiente para sostener la ilusión.
Elian abrió la puerta del estudio con su cuaderno en la mano.
—¿Puedo mostrarte algo, papá?
Kilian alzó la vista desde la pantalla. Céline estaba en una reunión virtual en la otra habitación. Yvania dormía la siesta. Elian caminó hasta él con paso decidido y abrió el cuaderno sobre la mesa. Era un dibujo: los cuatro en el parque, sonriendo. Él había trazado el contorno de las figuras con fuerza. En el centro, una mano grande sujetaba a una pequeña.
—Esa es la tuya —dijo Elian, señalando—. Y esa, la mía.
Kilian lo miró. Sonrió, esta vez sin esfuerzo. Le revolvió el cabello con ternura y lo abrazó, torpemente.
Elian se aferró a él por un instante. Cuando se soltó, sonrió. No con timidez, sino con esa sinceridad incuestionable que tienen los niños cuando algo dentro de ellos vuelve a sentirse seguro.
Kilian sintió un nudo seco en la garga