La casa estaba en silencio cuando Céline llegó. Solo el murmullo lejano de los niños en su sala de juegos rompía la quietud. Dejaron las mochilas en la entrada, habían traído dibujos para mostrarle, pero ella les prometió verlos después de una ducha. Necesitaba un respiro. Un momento sola.
Subió las escaleras con la elegancia automática que se había convertido en su escudo. Al pasar por el pasillo, vio la puerta del cuarto de invitados entreabierta. No quiso mirar dentro. No necesitaba pruebas de lo que ya sabía: Kilian no dormía en su cama. Quizás no dormía en su vida tampoco.
Se quitó los tacones con un suspiro y se dejó caer sobre la banqueta frente al espejo. Se miró como si no se reconociera. Había una sombra nueva en su rostro. No era tristeza. Era otra cosa. Un cansancio que venía del alma.
—¿Desea algo, señora Céline?
La voz de Agnès la sacó de su ensimismamiento. La mujer se había acercado sin hacer ruido, como siempre. Pero esta vez había algo distinto en su tono. Y más