La oficina estaba en silencio cuando Clarise entró sin anunciarse. Traía un bolso pequeño y un abrigo perfectamente acomodado sobre los hombros, como si acabara de salir de una revista de poder femenino bien planificado.
—Tienes treinta minutos libres antes de la próxima reunión —dijo, sin esperar que su hija mirara la agenda—. Y yo tengo hambre. ¿Vamos a almorzar?
Céline la miró, exhausta. Dudó. Luego asintió.
No fueron lejos. Solo al restaurante del último piso del edificio Valtieri, donde casi nunca había gente. Comieron en silencio los primeros minutos. Clarise no presionó. Solo observaba. Como siempre.
—¿Sabes? —dijo Céline de pronto, dejando los cubiertos sobre el plato—. Ya no sé si estoy casada o si solo compartimos techo. Kilian... se ha ido sin irse.
Clarise no se sorprendió. Pero sus ojos se afinaron, como si escuchara con una lupa.
—Lo sé —dijo simplemente.
Céline tragó en seco. —No puedo más, mamá. Me estoy cayendo a pedazos por dentro. No quiero llorar fren